No mires por la ventana.
Es fácil: no me acuerdo. En serio, no sé cómo es que pasó. Debió ser que estábamos solos y que había pasado el chavo del periódico gritando: ¡no se murió! ¡no se murió!, aunque en ese momento no entendimos que se refería al tío y nosotros en la boba, pensando en cómo limpiar la sangre. Pensamos en el trapeador y me dijo: no, ése no se desmancha con nada. Pues lo quemamos, le dije yo, y él dijo que bueno. Limpiamos con el trapeador y una cubeta azul. Echamos montones de agua y no sé a santo de qué dijo que no había nada de qué preocuparse, que estaba ya solucionado. En ese momento pensé que era cierto y pude respirar y sentí cómo un peso se me quitaba de encima. Me sorprendió mucho poder respirar, hasta entonces apenas si lo hacía tratando de hacer el menor ruido posible y una roca gigantesca me oprimía el pecho o quizá era la mano de algún gigante, como ese que leímos en la primaria, Gargantúa. Después es cuando no recuerdo. No sé si lo sugirió él o si fui yo o si se prendió por accidente cuando quemamos el trapeador (que sí recuerdo que fue él quien lo hizo). Pienso que era inevitable, que eso era necesario en ese momento particular, que era necesaria la llama para iluminar la habitación, el refulgir en las paredes como sombras danzantes, que eso tendría un efecto sedante y puedo imaginar (o reconstruir) la imagen de su cara iluminada por ese fuego dulce y gentil. Porque así debió ser el fuego, cálido, amable. Entonces es cuando vuelvo a recordar, cuando me toma de la mano y me dice: ya ni modo. Y yo asentí porque me pareció tan normal, tan una imagen recurrente. Las sombras se deslizaban y por un momento se me ocurrió que podía ser que la luz viniera de afuera y que pasara a través de la cortina ondulante, que la fogata al interior fuera una antorcha, casi como si fuera la antorcha olímpica, ese fuego que nunca se apaga pero que luce de algún modo artificial. Supongo que nos quedamos ahí un buen rato porque la llama estaba casi extinta cuando salimos al aire frío de la noche, al cielo limpio y estrellado. No estaba tan oscuro, la luna estaba en cuarto menguante y el cielo no era negro, más bien azul marino. El olor que quedó impregnado en mi nariz me llegó de golpe hasta que estábamos afuera, me asaltó como un mazaso, como la cuchillada de un violador (que en lo personal ignoro cómo sea, nunca me ha acuchillado un violador, pero un día lo leí y me pareció muy dramático) y me dio muchísimo asco. Es como si hubiera estado en una carnicería entre montones de animales abiertos en canal y de repente un montón de humo llenara la carnicería, porque no olía a carne asada, olía a carne ahumada. Creo que vomité pedacitos de pizza aunque también puede que sólo haya vomitado puro jugo gástrico porque había comido muy en la mañana, antes de salir a la casa del tío. Me quedó un sabor muy amargo con un dejo casi metálico que me dio más asco y me limpié con la manga de la sudadera y restregué mi lengua sobre la superficie rasposa de la tela. Ya ya, se acabó y no hay nada qué temer, me dijo como si se lo dijera a un insecto que estuviera atrás de mí o sobre mi hombro. A lo mejor a una sombra. Sacó una cajetilla y me ofreció, pero dijo enseguida: ah no, verdat, que tú no fumas y yo negué con la cabeza. Encendió uno y entonces pensé que estar ahí era como ver las cosas a través de las volutas de humo de un cigarro, como si un fino velo cubriera todo. Volteé a la casa y las ventanas estaban empañadas y me dieron muchas ganas de subir y escribir algo sobre el vidrio frío, quizá un poema o una dedicatoria ("Héctor, te dedico este artero crimen para que sepas lo mucho que te quiero" o "Héctor, aquí dejo constancia de que en mis fueros internos muero por ti", aunque Héctor es tan imbécil que jamás lo entendería). Me jaló y tuve que dejar por la paz lo del poema y lo seguí por las callecitas estrechas, sintiendo que escapábamos muy a lo El Padrino o en alguna película de gánsters o como el video de la canción de "la noche que Chicagoooo se murióóóó" aunque esa canción la detesto. Sentía que iba como flotando atrás de él, como si me atrajera con un enorme imán. En realidad iba de su mano y me tironeaba, sobre todo en las esquinas, pero yo sentía que fluía en vez de caminar, como si me fuera cargando. Apúrate. Pero por qué. Tienes que llegar a tu casa. Bueno. Y llegamos a mi casa y mi mamá salió asustada y me preguntó: dónde estabas, métete, ándale y yo me quería despedir, decirle que esa había sido la tarde más emocionante de mi vida, pero mi mamá no me dejó y lo miró como si mirara a un perro con sarna. Intenté decirle muchas cosas con la mirada, pero no creo que haya podido porque él volteó la cara y echó a caminar bajo las farolas, perdiéndose en la negrura de la contraesquina, por donde está la casa con balcón y macetas.
Bernardo Olmedo
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