Ciudad de los soles negros
I
Escucho palabras
que se deslizan en el silencio de los muros.
La voz sombría de una coladera
me habla al oído.
Todo habla
en la ciudad de los soles negros:
el aullido de un dios invisible
se pasea con la garganta inflamada
por la calle cinco de mayo
y el callejón condesa,
el restaurante de los azulejos
tiene un recuerdo en la punta de la lengua.
Leo los labios
de las luces parpadeantes,
veo poemas
en los ojos moribundos de los perros,
en la hermosa tristeza
del que vende libros en la ciudad de los ciegos,
en lo enterrado
de unos versos salvajes.
La gritería de los ángeles afónicos
resuena el resplandeciente mármol de bellas artes.
Se percibe el mal olor
de los poetas de la calle.
II
Tacuba y Donceles,
callejón
con el aliento mítico de los poetas.
El néctar de una vejiga celestial
se desliza como serpiente
entre la noche parca,
entre el misterio que guardan
los libreros bajo la barba y las arrugas.
Allí vuelan lenguas Tenochcas
en parvadas de discursos humanos:
son las voces enterradas,
los herederos del inframundo,
las verdaderas ratas del espíritu
que buscan el fuego
en la ciudad de los soles negros.
En lo abultado,
en la palidez de los libros
vi el resplandor de Mario Santiago
como si fuera un santo,
vomitando trozos de estrellas,
aullando poemas que se rompen en el cielo.
III
Imágenes,
pedazos de rostros adheridos al aire,
tiburones
callejeros
flotando
en el salvaje mar de la poesía.
Máscaras petrificadas,
humanos con el traje de humo,
conmovedores zombies
tragando palabras,
chupando el hueso
como un mendigo,
buscadores de almas
en el falso purgatorio,
antropólogos rascando
los muros del espíritu.
IV
Palacio de minería,
la gran avenida de Guatemala
es una boca de lobo.
Hay una peregrinación de antorchas a lo lejos.
El iris de los semáforos parpadea
y los ecos transitan por calles amuralladas.
Recorro el asfalto,
la piedra sagrada de la edad de oro
donde corazones nocturnos
se arrastraban por un verso,
por la insurrección de la imagen,
por la desgarradora visión de los dioses;
tirados,
sobre una cama de serpientes delirantes.
Veo a Ramón Méndez
como una capa de lluvia transparente
que se desliza en algún cristal nublado.
Veo la aureola
de un sol negro flotando en su cabeza,
al bolsillo de su gabán
alumbrado por el cáliz.
Su voz de Tlatoani
se hace ruinas,
habla con la humareda
del volcán,
grabó ecos de dioses
en la tierra lejana
y fue desterrado por locura poética
y declararse adicto al humanismo de calle.
Con el dolor,
con el quejido de su pierna cibernética
deambula
con semillas y otoños de poemas bajo el brazo,
viaja con el dolor
de su hermano Cuauhtémoc
y de aquellos soles negros
que alumbraron la edad de oro.
V
A Roberto Bolaño
Dejo atrás la hediondez
del metro Tacuba
y en mi frente se posa
estoica la torre latino
con su nariz de pez vela
y sus mil ojos nublados.
Sobre el asfalto,
sobre la mortaja infinita
de Tenochtitlán,
busco,
escarbo
los
vestigios,
el aliento salvaje
de los poetas que se volvieron carne
o ceniza de ciudad.
Kilómetros de pardas avenidas
con la grotesca poesía
circulando por el aire:
patéticos hot dogs
hechos por manos regordetas,
apócrifos recuerdos de televisión
regados en el piso,
humaredas y silbatos de camote
cimbrando las esquinas,
rugidos,
jaguares camuflados en paredes,
lo extranjero de un restaurante chino,
la nueva moda de los maricones enamorados,
la muñeca de trapo,
los sueños de trapo,
la pesadez histórica de los fresas.
Yo busco algo más profundo en los alrededores,
busco la palabra escrita en el aire
o pegada a las paredes ancestrales.
Levanto las piedras de la ciudad de oro,
hago conjuros aztecas
y de la nada,
de las sombras escondidas,
aparece como un muerto
o un holograma,
el chileno, el extranjero
por la avenida San Juan de Letrán
dando humaredas de copal
en este laberinto interminable,
en la majestuosa ciudad de los soles negros.
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